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Había una vez una rana que no creía en las princesas. Decía que bastante tenía con vivir en su charca y que no la molestaran. Otras ranas le preguntaban por qué no creía en las princesas y la rana siempre contestaba:
-No creo ni en mí misma.
-¿Cómo que no crees en ti? Si nosotras te vemos.
-Y yo también me veo reflejada en el agua, pero esa no soy yo.
-¿Y quién eres?
-Nadie, no soy nadie.
Al final las compañeras de charca la dejaron por imposible.
Un buen día apareció cerca del lugar una joven y todas pensaron que era una princesa como las de verdad, porque también hay princesas de mentiras que por mucho que besen a una rana no se convierte en príncipe ni a la de tres, bueno, ya me estoy yendo por las ranas, decía que apareció lo que parecía ser una princesa de las de verdad. En seguida se reunieron ranas y sapos en el nenúfar más grande y más verde del pantano para echar a suertes haber a quién le tocaba ir en pos de la princesa y convencerla de que le diera un beso para ver si se trataba de un príncipe u otra cosa.
La casualidad quiso que le tocase a la rana que no creía en las princesas, vamos, que ni creía en sí misma.
La que parecía ser una princesa de verdad se sentó en una roca cercana y las demás ranas tuvieron que llevar a empujones a la ganadora y de un último aventón la mandaron hasta los pies de la presunta princesa. (Hasta que no se demuestre lo contrario).
-¿Quién eres tú?
-Yo soy Ricardo y no sé si soy una rana o un sapo –respondió el anfibio con timidez.
-Pues yo no sé si soy una princesa desolada que no encuentra a un príncipe que me quiera.
-¿Y qué haces por este lúgubre pantano?
-Me ha dicho un hada que venga aquí y que si se me presenta una rana le dé un beso.
-¿Y qué pasará si le besas? –preguntó Ricardo todo intrigado.
-No quiso decírmelo, sólo que sería una sorpresa.
-¡Ah!
-Entonces… ¿te beso?
A Ricardo se le subieron los colores. Del verde pasó al colorado, sus ojos saltones de sus órbitas saltaron y todo él se estremeció sólo de pensar que una muchacha tan hermosa, que podía ser princesa, lo besara.
-Yo, yo, no creo en princesas –acertó a decir Ricardo para salir del apuro.
-Pues yo no creo en príncipes encantados.
Y por sorpresa lo besó en sus verdosos labios. Entonces la rana o el sapo, o lo que fuera, se transformó en un apuesto muchachote que no daba crédito a lo que estaba pasando.
-¿Cómo yo, que no creía ni en mí, me he convertido en un muchacho tan bello y lozano?
-Hay que narcisista te me has vuelto Ricardo. ¿Sabes qué te digo? Que no soy una princesa sino la hija de un panadero.
-Vaya, ni yo un príncipe sino un tranquilo personaje de cuento de hadas.
Al final se casaron, comieron de todo menos perdices y tampoco se dieron con los platos en las narices.
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